miércoles, 1 de octubre de 2014

La ciencia como método de conocimiento: epistemología para desprevenidos

"- ¡Un niño de cinco años lo comprendería...!
- ¡Rápido! ¡Tráiganme a un niño de cinco años!"
Groucho Marx

Una posible definición mínima de ciencia es decir que trata de ser un marco para la explicación de la realidad que nos rodea. 

Pero explicar algo supone saber cómo sucede, por qué ocurre, y si ocurrirá en el futuro, lo que nos pone delante de un problema serio: nuestros sentidos, que son, al fin y al cabo, el único medio que tenemos de acceder a la realidad, son limitados. Solo nos permiten "aprehender", captar, un trozo del mundo. Sin embargo, para poder explicar algo tenemos que acceder a un conocimiento "universal".

Afortunadamente (¿...?) estamos equipados (de serie) con una herramienta que nos facilita llegar a conocimientos que van más allá de nuestros sentidos: nuestro cerebro y su capacidad de razonamiento. La cosa, en principio, parece fácil. Por ejemplo observamos la siguiente serie:

1, 3, 5, 7...

Nuestro cerebro, todo un lince, enseguida se da cuenta de la regularidad y la extiende más allá de los límites que observamos. O, dicho de otra manera, la extrapola. Y así de fácil, sin más, nos da la respuesta sencilla: el siguiente número es ¡¡el nueve!!.

Fácil, ¿no? lo que hemos hecho es razonar, y como lo hemos hecho sin boina, sin seguir reglas ni pararnos a pensar sobre ello, al proceso lo llamamos razonamiento heurístico.

Hacemos lo mismo, por ejemplo, cuando vemos la imagen que tienes a la derecha. Vemos dos trenes que avanzan uno hacia el otro por la misma vía y ni nos paramos a pensar: llegamos a la conclusión de que más vale que estén cerca los bomberos y las ambulancias. Y eso que no observamos realmente el choque, solo la predecimos ¡Conocemos el futuro!


¡Qué fácil sería todo! Pero resulta que nuestro cerebro es resultado de la evolución biológica, y que ha evolucionado en un cierto contexto donde las cosas no siempre parecen lo que son ni son lo que parece. (Una explicación elegante de cómo la capacidad de razonamiento es consecuencia de la evolución biológica la sugiere Michael Ruse. Nos propone que nos imaginemos dos homínidos que ven cómo entran a la cueva donde se refugian dos leopardos, pero que solo sale uno de ellos. Si solo uno de los dos homínidos es capaz de notar esa diferencia, de inferir que el segundo leopardo sigue en la cueva, es posible que podamos suponer cuál de ellos sobrevivirá). Volviendo al principio del párrafo, no solo nos engañan nuestros sentidos, como han dicho muchos filósofos a lo largo del tiempo, sino también nuestro cerebro. Nuestro cerebro tiene sesgos, errores repetidos, a la hora de pensar.

Para razonar espontáneamente utilizamos tres herramientas que nos sirven como "atajos mentales" y a los que damos el nombre de heurísticos: el heurístico de representatividad, el de disponibilidad y el heurístico de anclaje.

El heurístico de representatividad consiste en que cuando queremos hacer una clasificación o buscar la causa de un fenómeno nos fijamos en el parecido entre dos elementos. Esto puede llevarnos a errores o sesgos, como el que se produce cuando confundimos parecido y causa. Por ejemplo, si observamos la siguiente gráfica nos podemos llevar un buen disgusto:
¡La inversión en ciencia está relacionada con el número de suicidios! Desde luego, las líneas que representan a las dos variables se parecen mucho. Sin embargo, podemos estar tranquilos: ni la inversión en ciencia provoca suicidios ni los suicidios hacen más fácil que los gobiernos inviertan en ciencia... Solo es una "relación espuria", que creemos percibir aunque no refleje una relación real de causa-efecto entre los dos fenómenos que parecen relacionarse entre sí. Es posible que se trate de una simple casualidad, o que las dos variables estén relacionadas con una tercera que no observamos... Lo cierto es que tenemos una habilidad especial para percibir estas aparentes relaciones. Si tienes curiosidad, la página web spurious correlations recoge este tipo de relaciones aparentes.

También tendemos, al utilizar este mecanismo mental, a encontrar pautas en series aparentes, debidas exclusivamente al azar.

El heurístico de disponibilidad hace que lleguemos a conclusiones utilizando solo la información que recordamos con más facilidad. Por ejemplo, las personas que ven mucha televisión tienden a creer que los crímenes violentos son muy habituales, porque la televisión los muestra frecuentemente. Esto provoca, además, que tengamos en cuenta sobre todo los recuerdos que confirman lo que ya pensábamos. Por ejemplo, si a una persona supersticiosa le ocurre algo malo un martes trece tenderá a recordarlo con más facilidad que si le sucede cualquier otro día, de forma que eso reforzará su superstición.

El heurístico de anclaje hace que, cuando analizamos un grupo de objetos o fenómenos, por ejemplo una serie, tendamos a prestar más atención al primero de ellos que a los demás, lo que influye en nuestras conclusiones posteriores.

En resumen, cuando razonamos espontáneamente es fácil que cometamos errores que afectan a las conclusiones de nuestro razonamiento: tendemos a ver pautas aunque no existan, buscamos sobre todo la información que confirma nuestras ideas previas o hipótesis y no la que las rechaza, y cuando la encontramos tendemos a darle más valor del que tiene. Además, nuestra confianza en las pruebas es mayor si confirman nuestras ideas anteriores.

Claro que sabiendo que podemos cometer estos errores podemos corregirlos si nos sometemos a reglas rígidas que los controlen. De fijar esas reglas se encarga la Lógica, una rama de la Filosofía, de modo que si utilizamos las normas de la Lógica en vez de dejarnos llevar por nuestro pensamiento espontáneo podremos estar seguros de que nuestras conclusiones se ajustan a la realidad.

Aun así, sigue habiendo problemas difíciles de superar. La generalización, la obtención de conclusiones universales a partir de datos particulares, recibe en Lógica el nombre de la inducción. Pues bien, aunque se ajuste firmemente a las reglas de pensamiento la inducción no puede garantizar que nuestras conclusiones sean correctas.

En esta ocasión el problema se debe a que nuestra observación puede referirse a un caso particular del todo que estamos intentando conocer. Un ejemplo tradicional lo dan los cisnes; en Europa hay una única especie de cisne, el blanco, de modo que siempre se había considerado que todos los cisnes son blancos... hasta que se encontraron cisnes negros en Australia. Eso basta para demostrar que la inducción no es un método de conocimiento válido, puesto que una sola excepción invalida nuestras conclusiones.

En realidad, desde el punto de vista de la Lógica el único método válido para obtener conocimiento es la deducción, en el que partimos de un conocimiento general, universal, y obtenemos una conclusión nueva pero que solo se puede aplicar a un grupo concreto de fenómenos, de objetos o de individuos.

Así que la inducción no es válida y la deducción no es suficiente... ¿Significa eso que tenemos que renunciar a explicar racionalmente la realidad? Afortunadamente no. La estrategia que se desarrolló para superar esos inconvenientes es lo que ahora conocemos como "método científico" y consiste, simplemente, (¿...?) en combinar los dos métodos de creación de conocimiento, la inducción y la deducción, para aprovecharse de sus puntos fuertes y obtener un nuevo conocimiento universal que, además, sea válido.

Supongamos que hemos hecho una observación de un fenómeno a la que podemos llamar simplemente [O] para no alargarnos. Al estudiar esa observación nos damos cuenta de que podemos explicarla mediante una idea general, que hemos obtenido razonando por inducción. Esa explicación universal posible de unos hechos obtenida mediante razonamiento inductivo es lo que llamamos hipótesis. Para los amigos [H]. No sabemos si [H] es válida, es decir, si explica todos los hechos que se ajustan a [O]. Sabemos que es cierta para algunos casos pero, ¿lo es para todos?

Por supuesto no podemos comprobar si nuestra hipótesis es cierta caso por caso. Pero sí podemos utilizar la hipótesis para deducir de ella una conclusión [C]. Si observamos que la conclusión es verdadera, eso nos confirmará que la hipótesis de la que se deriva también es verdadera...

Eso sí, hay dos aspectos importantes en este proceso. El primero es que tenemos que asegurarnos de que la conclusión [C] es distinta de la observación [O], porque si no es así nos encontraríamos frente a una tautología (esto es así porque es así). También es importante que nuestra conclusión, [C], sea una consecuencia necesaria de nuestra hipótesis, y no se pueda explicar de ninguna otra forma, es decir, mediante una hipótesis alternativa. Si no fuera así, nuestra hipótesis no tendría poder explicativo.

Es aquí donde entra en juego el control. Para asegurarnos de que nuestra conclusión se da si y solo si la hipótesis es verdadera, tendremos que evitar todas las otras posibles causas que puedan explicar la conclusión que observamos. Eso es un experimento.

Posiblemente todo esto sea más fácil de entender con un ejemplo, que podemos sacar de la historia de la ciencia. Hablaremos, entonces, de Semmelweis.


Ignac Semmelweis era un médico que trabajaba, a mediados del siglo XIX, en la Maternidad de Viena. En esa época la fiebre puerperal era un problema grave: los niños recién nacidos desarrollaban fiebre alta y morían a los pocos días de nacer, sin que se conociera el motivo (hay que tener en cuenta que entonces aún no se aceptaba la "teoría microbiana de la enfermedad", que desarrollaron en ese mismo siglo Pasteur y Koch).
Semmelweis observó que había una diferencia entre la mortalidad en el pabellón del hospital atendido por estudiantes de medicina y el atendido por las matronas: la muerte de los recién nacidos era mucho más probable en el pabellón atendido por los estudiantes [O]. Además, cuando los estudiantes visitaban el pabellón de las comadronas la mortalidad aumentaba en él.
A partir de esa observación se le ocurrió la idea de que la fiebre puerperal podría estar causada por algo transportado por las manos de los estudiantes de medicina, pero no en las manos de las matronas [H]. Al estudiar a los dos grupos se dio cuenta de que la diferencia entre ellos era que los estudiantes pasaban por la sala de disección de cadáveres antes de antender a los recién nacidos, así que dedujo que ese elemento que podía provocar la enfermedad procedería de los cadáveres.
Semmelweis dedujo que si su idea era cierta podría evitarse la fiebre puerperal eliminando el "elemento" que era transportado por las manos de los estudiantes [C]. Para comprobarlo, preparó una solución desinfectante y obligó a los estudiantes a lavarse las manos con ella antes de antender a los niños. El resultado obtenido fue que la mortalidad del pabellón atendido por los estudiantes de medicina se redujo en un 70%.

En realidad, la observación provocada que realizó Semmelweiss no fue, realmente, un experimento. Para que pudiéramos considerarlo así se debería haber establecido un "grupo de control", idéntico en todo al "grupo experimental" excepto en la característica que consideramos que provoca la enfermedad. Es decir, habría que haber dividido a los estudiantes en dos grupos idénticos en todo, haciendo que uno de esos grupos se lavara las manos y que el otro no lo hiciera y comprobando los resultados. Si la mortalidad se hubiera reducido en el grupo de estudiantes "limpios" y no en el de los estudiantes "guarros", podríamos llegar a la conclusión de que la causa de esa reducción es la única diferencia entre los dos grupos, es decir, la higiene.

El método científico que se cuenta en esta historia está muy simplificado, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista de su aplicabilidad. No hubo un científico que se levantara un día y dijera "hoy estoy de humor, voy a inventar la ciencia". Más bien fue el resultado de pequeños avances, espaciados a lo largo del tiempo, de muchos investigadores, un proceso que arranca en la antigua Grecia y que no termina, en realidad, hasta la actualidad, porque incluso hoy en día sigue habiendo científicos y filósofos de la ciencia que trabajan para depurarlo.

Tampoco es un método único. Algunas ciencias no permiten la experimentación. Por ejemplo, no es posible mover un poco más allá unos cuantos planetas para observar los cambios en el equilibrio gravitatorio, y en esos casos pueden utilizarse modelos y simulaciones. En otros casos la experimentación no es éticamente posible porque afecta a personas, y muchas veces los estudios científicos se limitan a la observación de correlaciones.

Ya en el siglo XX Karl Popper, uno de los filósofos de la ciencia más importantes a lo largo de la historia, hizo notar que las hipótesis que se refieren a universales en realidad no pueden ser demostradas, porque es totalmente imposible llegar a conocer todos los casos que incluyen. Por el contrario, sí es fácil demostrar que una hipótesis de este tipo es falsa: basta con encontrar un solo caso en el que la hipótesis no se cumpla. Sin embargo, esto puede permitir, indirectamente, confirmar una hipótesis; ahora ya no se trata de demostrar que [H] es verdadera, sino de comprobar que su hipótesis complementaria ([NO-H]) es falsa, y esto es posible desde el punto de vista de la epistemología.

Aunque pueda parecer que la idea de Popper ayuda poco para crear nuevo conocimiento, que es la tarea de la ciencia, sí que contribuye a otro aspecto que ha preocupado a los científicos a lo largo del tiempo: la delimitación de lo que puede ser estudiado desde el punto de vista de la ciencia. En muchas ocasiones los científicos se ven conducidos, o se meten ellos mismos, en cuestiones que no pueden ser debatidas exclusivamente desde el punto de vista de la ciencia, porque interfieren en ellas creencias o ideologías. Popper proporciona un criterio sencillo para determinar hasta dónde llega lo científico: cuando no se puede determinar si una hipótesis (o su contraria) es falsa, esa afirmación no puede ser conocida por la ciencia. Por este motivo el principio de Popper, llamado principio de falsación, recibe también el nombre de criterio de demarcación, ya que contribuye a establecer el límite del conocimiento científico.

Lamentablemente el criterio de Popper no contribuye a determinar la verdad o falsedad de las hipótesis científicas, trabajo que sigue teniendo que hacerse mediante la comprobación experimental, aunque ahora mediante la "falsación" de las hipótesis alternativas, pero sí nos permite saber hasta dónde puede llegar el trabajo de la ciencia.

La epistemología no termina, ni mucho menos, con esto. Muchos de sus trabajos se han dedicado también a estudiar los procesos mediante los cuales han ido cambiando, a lo largo del tiempo, las ideas científicas, nuestra visión del mundo, y las relaciones entre la ciencia y su entorno social.

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